REFLEXIONES
El padre Pío es un santo extraordinario que ha manifestado ante el mundo moderno, incrédulo ante las cosas sobrenaturales, que todavía existen los milagros y que Dios no ha abandonado a los hombres, sino que todavía sigue confiando en ellos. Las abundantes conversiones realizadas a través de la confesión nos indican que este sacramento no está pasado de moda ni lo estará nunca.
Tampoco la misa lo estará. La misa es el memorial del amor infinito de Jesús, es decir, una actualización viva y real del amor infinito de Jesús que se hace realmente presente en medio de nosotros, vivo y resucitado, como la noche de Navidad. El padre Pío vivía de modo especial el misterio de la Navidad cada año, pero especialmente vivía en su cuerpo la Pasión de Jesús por medio de sus llagas y sufrimientos. Jesús le había dicho más de una vez: Te asocio a mi Pasión. En la misa vivía la Pasión, muerte y resurrección de Jesús.
Dios le concedió muchos dones sobrenaturales como hemos anotado, especialmente el don de la bilocación, de hacer milagros, de convertir a los pecadores, el don de la profecía y otros más. El padre Pierino Galeone asegura: El padre Pío convertía pecadores, sanaba enfermos incurables, predecía el futuro, estaba a la cabecera de los moribundos, como sucedió con mi madre y lo mismo en muchos casos en hospitales, casa privadas o campos de concentración. Incluso guiaba el coche de choferes dormidos, como sucedió a un amigo mío, o libraba de graves accidentes a choferes distraídos o imprudentes. Pero por encima de todo, él quería ser un pobre fraile que reza.
Tuvo mucho que sufrir por calumnias e incomprensiones, pero todo lo ofrecía al Señor por la salvación de los pecadores.
Su amor a la Virgen María era en él tan extraordinario, que la llamaba con los nombres más dulces: Mamita, Mamacita linda, Madrecita, Mamá mía. Su relación con su ángel custodio es una característica especial de su vida, pues lo tenía siempre presente y le servía de mensajero y de ayuda para atender las necesidades de sus hijos espirituales. También amaba mucho a la Iglesia, de la que fue siempre un hijo obediente y fiel. Por eso, respetaba mucho a las autoridades eclesiásticas y a sus mismos Superiores religiosos.
A pesar de haber manejado ríos de dinero para hacer Obras, nunca se le pegó en sus manos. Recibía las cartas con dinero e inmediatamente lo daba a quien correspondía. Si era dinero para misas, lo daba al Superior. Si era para sus Obras, se lo daba al administrador. Y, en cuanto a su pureza, fue extremadamente delicado. A sus hijos espirituales siempre les inculcaba el amor a la pureza y a la castidad.
El padre Pío fue un santo que, sin salir de su convento físicamente, hacía el bien por el mundo entero; a veces, en bilocación; pero también a través de su oración y sufrimientos.
Sus Obras seguirán hablando a los hombres de todos los tiempos del poder de Dios, que enaltece a los humildes, y de que vale la pena ser santo y dar la vida por Dios y los demás.
En una carta a su dirigida Raffaelina Cerase le decía sobre la santidad: Santidad quiere decir ser superiores a nosotros mismos; significa victoria perfecta sobre todas nuestras pasiones; significa desprecio real y constante de nosotros mismos y de las cosas del mundo hasta el punto de preferir la pobreza a la riqueza, la humillación a la gloria, el dolor al placer. La santidad es amar al prójimo como a nosotros mismos, por amor a Dios. La santidad es amar, incluso a quien nos maldice, nos odia y nos persigue. La santidad es vivir humildes, desinteresados, prudentes, justos, pacientes, caritativos, castos, mansos, laboriosos y cumplidores de los propios deberes… No por otro fin sino por agradar a Dios y por recibir de El solo la merecida recompensa. En resumen, la santidad tiene en sí el poder de transformar al hombre en Dios .
Dios quiere que también nosotros seamos santos y nos eligió desde toda la eternidad para ser santos e inmaculados ante Él por el amor (Ef 1,4; 1 Tes 4,3; 1 Col 1,2; Lev 19,2; 20,26; Mt 5,48; 1 Pe 1,15-16).