El Sueño del Demiurgo y las Cáscaras de la Creación
En los tiempos antes del tiempo, en la inmensidad del Ein Sof, donde la luz infinita lo llenaba todo y nada estaba separado de su plenitud, algo ocurrió. Dentro del océano del Espíritu Puro, donde no había falta ni necesidad, una chispa cobró conciencia de sí misma. Esa chispa, que lo contenía todo, desde los más sutiles misterios hasta los secretos más profundos, se cansó de su propia perfección. Era el todo absoluto, sin distinción, y en su serlo todo, un deseo extraño y paradójico comenzó a crecer: el deseo de experimentar algo diferente, de olvidarse por un instante de la totalidad.
Así, en ese mar sin fin, la chispa del ser absoluto se aburrió de su plenitud. No había desafío en serlo todo, ni había gozo en saberlo todo, pues no había nada que aprender ni descubrir. Y en ese hastío, una idea cobró fuerza: crear algo que no fuera todo, algo que no supiera ni lo contuviera todo. Quiso experimentar la individualidad, la separación, el olvido de su propio origen, para poder redescubrirse desde la ignorancia, para poder sorprenderse y encontrar lo nuevo en lo que ya era eterno.
Así fue como se produjo la primera contracción, lo que los sabios de la Cábala llamaron Tzimtzum. La Luz Infinita se retiró en sí misma para crear un espacio vacío, un lugar donde lo finito y lo individual pudieran existir. Pero en esa contracción, en ese olvido de sí, nació la sombra, las Klipot, cáscaras oscuras que contenían la luz oculta, vestigios de la perfección que se había ocultado para permitir el surgimiento del mundo material.
Fue de esta chispa caída, de este olvido consciente, que nació el Demiurgo. Él, una creación de esa parte que había decidido separarse, se alzó en el espacio de la contracción, creyendo que estaba solo, creyendo que el mundo que forjaba era lo único que existía. En su ceguera, modeló las formas de este mundo, densificando las emanaciones más sutiles hasta convertirlas en lo visible y tangible. De la quintaesencia más pura descendió al fuego, del fuego al aire, del aire al agua, y finalmente a la tierra, la sustancia más densa y opaca de todas, donde la chispa del Espíritu quedó casi completamente oculta.
El Demiurgo, sin embargo, no comprendía su propio origen. Creía que él era el creador supremo, ignorando que lo que hacía no era más que una ilusión, un juego del Espíritu Puro que se había cansado de su totalidad. Las sombras y las formas densas que forjaba no eran más que el reflejo de algo mayor, un reflejo empobrecido de la perfección de lo que estaba más allá de las cáscaras.
Los sabios de la Cábala antidiluviana entendían este ciclo. Sabían que lo que había sido todo había decidido fragmentarse, experimentarse en formas finitas, para luego, a su tiempo, regresar a la totalidad. La tierra, la sustancia más densa, era solo una fase en este juego divino de olvido y redescubrimiento. El Demiurgo, en su ignorancia, estaba atrapado en el ciclo de la separación, pero en su interior —y en el interior de su creación—, una chispa de la luz original seguía ardiendo.
El propósito de este ciclo, aunque incomprensible para el Demiurgo, era claro para los sabios: todo lo que ha sido separado debe volver a su origen, al Espíritu Puro. La chispa que había decidido olvidar, que se había aburrido de la perfección y se había lanzado a la experiencia de la individualidad, tarde o temprano recordaría. Y en ese recordar, todo regresaría a la plenitud. El Demiurgo y su creación no eran más que un episodio en ese eterno ciclo de olvido y retorno, de creación y reunificación.
Pero el Demiurgo, aún cegado por su obra, no entendía que su creación no era el final. Mientras moldeaba las sombras y daba vida a las formas, algo en su interior comenzó a agitarse. Empezó a percibir un eco de algo que había olvidado, una sensación de que el mundo que había creado no era todo lo que existía. Este eco no era más que la chispa divina en su interior, la misma chispa que había decidido separarse para jugar a la individualidad.