Todos los días se reunían en el templo, y partían el pan en las casas, y comían juntos con alegría y sencillez de corazón …
Hechos 2:46 (RVC)
Suelo pensar que soy una persona comprensiva. A menudo redacto mensajes en mi mente o planeo gestos amables… pero no siempre los completo. A menudo, la distracción es la culpable de ello, ya que me dejo llevar por el ajetreo de la vida o me distraigo con otras tareas, y esas intenciones comprensivas se desvanecen antes de que las lleve a cabo.
En el mundo acelerado de hoy, las exigencias de la vida diaria pueden hacer que las conexiones significativas con los demás parezcan un lujo en lugar de una prioridad. Cuando estamos abrumadas por las listas de tareas y los compromisos, sacar tiempo para la comunidad puede parecer una cosa más que gestionar. Como resultado, el aislamiento puede infiltrarse en nuestras vidas.
Nos convencemos de que estamos demasiado cansadas, ocupadas o introvertidas (mi excusa número uno) para acercarnos a los demás. Pero la verdad es que Dios nos diseñó para la conexión. Cuando tratamos de navegar por la vida por nuestra cuenta, nos perdemos la alegría y la profundidad que Dios nos da en las relaciones. Nunca fuimos destinadas a llevar nuestras cargas, ni celebrar nuestras alegrías, solas.
La Palabra de Dios nos recuerda sobre la belleza y la importancia de la comunidad. En Hechos 2:46, vemos cómo los primeros cristianos vivían su fe juntos con alegría y un propósito compartido: “Todos los días se reunían en el templo, y partían el pan en las casas, y comían juntos con alegría y sencillez de corazón”.
El aislamiento puede parecer más fácil en el momento, pero no es sostenible ni satisfactorio. La comunidad es un regalo. Juntos, encontramos apoyo, oportunidades para rendir cuentas y crecer en nuestra fe.
Al igual que la Iglesia primitiva, florecemos cuando nos reunimos para compartir comidas, adorar juntos y apoyarnos unos a otros cuando la vida se pone difícil. Hay una alegría única que surge al abrir nuestros corazones y hogares a los demás, incluso cuando nos sentimos vulnerables o incómodas.
Lo entiendo: construir una comunidad requiere esfuerzo. Requiere que salgamos de nuestra zona de confort, prioricemos las relaciones y seamos intencionales con nuestro tiempo. Tal vez te hayan herido en el pasado o tengas miedo al rechazo. Tal vez la vida se sienta demasiado caótica como para agregar otro compromiso. O las circunstancias no parecen las adecuadas. Sin embargo, Dios nos llama a la comunidad no para alcanzar la perfección, sino para conectarnos. Él sabe que juntos somos más fuertes.
Tómate un momento para reflexionar: ¿dónde hay oportunidades para invitar a alguien a tu vida? ¿Podrías unirte a un grupo pequeño en la iglesia, organizar una cita para tomar un café o ponerte en contacto con una amiga? No tiene que ser algo complicado; un simple acto de bondad puede abrir la puerta a una conexión significativa.
En el ajetreo de la vida, sacar tiempo para estar en comunidad no se trata solo de necesitar a los demás, sino de vivir como Dios nos diseñó: juntos.
Padre, gracias por crearnos para relacionarnos. Ayúdame a dar un paso de fe y a construir relaciones significativas con quienes me rodean. Enséñame a amar a los demás como Tú me amas y usa mi vida para ser una bendición para mi comunidad. En el Nombre de Jesús, Amén.