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Lasciate ogni speranza, voi ch'entrate.
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¡Atención a todos los que caminan junto ami! No se pierdan mi próximo ¡EVENTO LIVE en Facebook! ¡No te lo pierdas! ⌚️ Fecha: Miércoles 8 de enero Hora: 21:00 h/Mexico Marca tu calendario y activa las notificaciones #facebookviral #Anuncio #notelopierdas
Nuevo episodio https://open.spotify.com/episode/2OyZoSsZDvs40vnv9mzjEx?si=VxnoDuYiTS-5pX5k65hTjQ
El Juicio de Osiris: La Balanza del Ego - /// © Jesus De Gehenna
En la mitología egipcia, el juicio de Osiris representa un proceso simbólico de autoevaluación y purificación del alma. Tras su asesinato a manos de su hermano Set, Osiris es juzgado por un tribunal divino presidido por Ra. En este ritual trascendental, el corazón del difunto es pesado en una balanza cósmica contra la pluma de Maat, la diosa de la verdad y el orden universal.
Este poderoso mito puede interpretarse como una metáfora de la autocrítica egoteista. El ego, representado por el corazón, debe perfeccionado como equilibrado con la verdad personal y el interés propio racional de nuestras experiencias. Solo así la psique puede alcanzar la iluminación y la unión con lo uno.
Desde la filosofía clásica, Sócrates enfatizaba la importancia del autoconocimiento como paso fundamental para la virtud y la sabiduría. "Conócete a ti mismo" era su máxima, también es algo importante para el egoteismo, pues, la examinación crítica del ego es el inicio del camino hacia la perfección y autolatría. Al igual que en el juicio de Osiris, el egoteismo concibe el cultivo de la virtud como un proceso de constante escrutinio y depuración del yo.
Dentro de la filosofía egoteista, ve en la disolución del yo una vía autodestructiva que no representa alcanzar la liberación del sufrimiento, sino su perpetuación y la negación del ser, pues el ego es la fuente de nuestros deseos como ambiciones. Mientras, otras filosofías y paradigmas, tienen fijación a denunciar al egoteismo como "narcisismo de las pequeñas diferencias" que alimenta el ego y nos aleja de nuestra verdadera naturaleza,este nuevo paradigma muestra lo esencial que es poner nuestro ego en la balanza para verdaderamente conocernos.
En este sentido, el juicio de Osiris nos recuerda que solo a través del perfeccionamiento de nuestro ego, de pesarlo en la balanza, podremos lograr la transformación y la trascendencia que ofrece el sendero egoico. Es un llamado a la autocrítica honesta y desapasionada, para purificar nuestro yo y alinearlo con el orden que representa la piedra cúbica, el arcano del emperador.
Lejos de ser una tarea fácil, este proceso de autoevaluación implacable exige crueldad, integridad y coraje. Pero es precisamente en esta senda de autoconocimiento donde reside la posibilidad de alcanzar la sabiduría, la virtud y la plenitud del ser. Tal como en el mito egipcio, nuestro ego debe ser examinado y pesado con valentía, para que podamos trascender y encontrar nuestro verdadero lugar en el universo.
En la mitología egipcia, el juicio de Osiris representa un proceso simbólico de autoevaluación y purificación del alma. Tras su asesinato a manos de su hermano Set, Osiris es juzgado por un tribunal divino presidido por Ra. En este ritual trascendental, el corazón del difunto es pesado en una balanza cósmica contra la pluma de Maat, la diosa de la verdad y el orden universal.
Este poderoso mito puede interpretarse como una metáfora de la autocrítica egoteista. El ego, representado por el corazón, debe perfeccionado como equilibrado con la verdad personal y el interés propio racional de nuestras experiencias. Solo así la psique puede alcanzar la iluminación y la unión con lo uno.
Desde la filosofía clásica, Sócrates enfatizaba la importancia del autoconocimiento como paso fundamental para la virtud y la sabiduría. "Conócete a ti mismo" era su máxima, también es algo importante para el egoteismo, pues, la examinación crítica del ego es el inicio del camino hacia la perfección y autolatría. Al igual que en el juicio de Osiris, el egoteismo concibe el cultivo de la virtud como un proceso de constante escrutinio y depuración del yo.
Dentro de la filosofía egoteista, ve en la disolución del yo una vía autodestructiva que no representa alcanzar la liberación del sufrimiento, sino su perpetuación y la negación del ser, pues el ego es la fuente de nuestros deseos como ambiciones. Mientras, otras filosofías y paradigmas, tienen fijación a denunciar al egoteismo como "narcisismo de las pequeñas diferencias" que alimenta el ego y nos aleja de nuestra verdadera naturaleza,este nuevo paradigma muestra lo esencial que es poner nuestro ego en la balanza para verdaderamente conocernos.
En este sentido, el juicio de Osiris nos recuerda que solo a través del perfeccionamiento de nuestro ego, de pesarlo en la balanza, podremos lograr la transformación y la trascendencia que ofrece el sendero egoico. Es un llamado a la autocrítica honesta y desapasionada, para purificar nuestro yo y alinearlo con el orden que representa la piedra cúbica, el arcano del emperador.
Lejos de ser una tarea fácil, este proceso de autoevaluación implacable exige crueldad, integridad y coraje. Pero es precisamente en esta senda de autoconocimiento donde reside la posibilidad de alcanzar la sabiduría, la virtud y la plenitud del ser. Tal como en el mito egipcio, nuestro ego debe ser examinado y pesado con valentía, para que podamos trascender y encontrar nuestro verdadero lugar en el universo.
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¡Atención a todos los que caminan junto ami! No se pierdan mi próximo ¡EVENTO LIVE en Facebook! ¡No te lo pierdas! ⌚️ Fecha: Miércoles 18 de Diciembre Hora: 21:00 h/Mexico Marca tu calendario y activa las notificaciones #facebookviral #Anuncio #notelopierdas
Transeúntes eternos a través de nosotros mismos, no hay paisajes sino el paisaje que nosotros somos. Nada poseemos, porque ni siquiera nos poseemos a nosotros mismos. Nada tenemos porque nada somos. ¿Qué manos extenderé hacia qué universo? El universo no es mío: soy yo.
- Fernando Pessoa. Libro del desasosiego
- Fernando Pessoa. Libro del desasosiego
oponerse a un ejercicio del poder que tiende a fin de cuentas a determinarla enteramente.
La relación de poder y la insumisión de la libertad no pueden, pues, ser separadas. El problema central del poder no es el de la «servidumbre voluntaria» (¿cómo podemos desear ser esclavos?): en el corazón de la relación de poder, «provocándola» sin cesar, están la renuencia del querer y la intransitividad de la libertad. Más que de un «antagonismo» esencial, sería mejor hablar de un «agonismo» —de una relación que es a la vez de incitación recíproca y de lucha— menos de una oposición término a término que los bloquea uno frente a otro que de una provocación permanente.
3. ¿Cómo analizar la relación de poder?
Se puede, quiero decir, es perfectamente legítimo analizarla en instituciones muy determinadas; estas constituyen un observatorio privilegiado para captarlas [las relaciones de poder], diversificadas, concentradas, puestas en orden y llevadas, al parecer, a su más alto punto de eficacia; es ahí, en una primera aproximación, donde se puede esperar ver aparecer la forma y la lógica de sus mecanismos elementales. Sin embargo, el análisis de las relaciones de poder en espacios institucionales cerrados presenta un cierto número de inconvenientes. En primer lugar, el hecho de que una parte importante de los mecanismos puestos en práctica por una institución estén destinados a asegurar su propia conservación comporta el riesgo de descifrar, sobre todo en las relaciones de poder «intra-institucionales», funciones esencialmente reproductivas. En segundo lugar, uno se expone, al analizar las relaciones de poder a partir de las instituciones, a buscar en estas la explicación y el origen de aquellas, es decir, en suma, a explicar el poder por el poder. Y en fin, en la medida en que las instituciones actúan esencialmente por la puesta en juego de dos elementos: reglas (explícitas o silenciosas) y un aparato, a riesgo de dar a la una y al otro un privilegio exagerado en la relación de poder y, por tanto, no ver en esta más que modulaciones de la ley y de la coerción.
No se trata de negar la importancia de las instituciones en la disposición de las relaciones de poder, sino de sugerir que es preciso, más bien, analizar las instituciones a partir de las relaciones de poder y no a la inversa, y que el punto de anclaje fundamental de estas, aun si toman cuerpo y se cristalizan en una institución, hay que buscarlo más acá de ella.
Volvamos a hablar de la definición según la cual el ejercicio del poder sería una manera para unos de estructurar el campo de acción posible de los otros. Lo que sería, entonces, lo propio de una relación de poder es que sería un modo de acción sobre acciones. Es decir, que las relaciones de poder arraigan hondo en el nexo social, y que no conforman por encima de la «sociedad» una estructura suplementaria cuya radical desaparición quizá podría soñarse. Vivir en sociedad es, de todas formas, vivir de manera que sea posible actuar los unos sobre la acción de los otros. Una sociedad sin «relaciones de poder» no puede ser más que una abstracción. Lo que, dicho sea de paso, hace todavía más necesario políticamente el análisis de lo que son en una sociedad dada, de su formación histórica, de lo que las torna sólidas o frágiles, de las condiciones que son necesarias para transformar unas y abolir las otras. Pues decir que no puede haber sociedad sin relación de poder no quiere decir ni que las que existen sean necesarias, ni que, de todos modos, el «Poder» constituya, en el corazón de las sociedades, una fatalidad ineludible; sino que el análisis, la elaboración, la puesta en cuestión recurrente de las relaciones de poder, y del «agonismo» entre relaciones de poder e intransitividad de la libertad, son una tarea política incesante, e incluso que esa es la tarea política inherente a toda existencia social.
La relación de poder y la insumisión de la libertad no pueden, pues, ser separadas. El problema central del poder no es el de la «servidumbre voluntaria» (¿cómo podemos desear ser esclavos?): en el corazón de la relación de poder, «provocándola» sin cesar, están la renuencia del querer y la intransitividad de la libertad. Más que de un «antagonismo» esencial, sería mejor hablar de un «agonismo» —de una relación que es a la vez de incitación recíproca y de lucha— menos de una oposición término a término que los bloquea uno frente a otro que de una provocación permanente.
3. ¿Cómo analizar la relación de poder?
Se puede, quiero decir, es perfectamente legítimo analizarla en instituciones muy determinadas; estas constituyen un observatorio privilegiado para captarlas [las relaciones de poder], diversificadas, concentradas, puestas en orden y llevadas, al parecer, a su más alto punto de eficacia; es ahí, en una primera aproximación, donde se puede esperar ver aparecer la forma y la lógica de sus mecanismos elementales. Sin embargo, el análisis de las relaciones de poder en espacios institucionales cerrados presenta un cierto número de inconvenientes. En primer lugar, el hecho de que una parte importante de los mecanismos puestos en práctica por una institución estén destinados a asegurar su propia conservación comporta el riesgo de descifrar, sobre todo en las relaciones de poder «intra-institucionales», funciones esencialmente reproductivas. En segundo lugar, uno se expone, al analizar las relaciones de poder a partir de las instituciones, a buscar en estas la explicación y el origen de aquellas, es decir, en suma, a explicar el poder por el poder. Y en fin, en la medida en que las instituciones actúan esencialmente por la puesta en juego de dos elementos: reglas (explícitas o silenciosas) y un aparato, a riesgo de dar a la una y al otro un privilegio exagerado en la relación de poder y, por tanto, no ver en esta más que modulaciones de la ley y de la coerción.
No se trata de negar la importancia de las instituciones en la disposición de las relaciones de poder, sino de sugerir que es preciso, más bien, analizar las instituciones a partir de las relaciones de poder y no a la inversa, y que el punto de anclaje fundamental de estas, aun si toman cuerpo y se cristalizan en una institución, hay que buscarlo más acá de ella.
Volvamos a hablar de la definición según la cual el ejercicio del poder sería una manera para unos de estructurar el campo de acción posible de los otros. Lo que sería, entonces, lo propio de una relación de poder es que sería un modo de acción sobre acciones. Es decir, que las relaciones de poder arraigan hondo en el nexo social, y que no conforman por encima de la «sociedad» una estructura suplementaria cuya radical desaparición quizá podría soñarse. Vivir en sociedad es, de todas formas, vivir de manera que sea posible actuar los unos sobre la acción de los otros. Una sociedad sin «relaciones de poder» no puede ser más que una abstracción. Lo que, dicho sea de paso, hace todavía más necesario políticamente el análisis de lo que son en una sociedad dada, de su formación histórica, de lo que las torna sólidas o frágiles, de las condiciones que son necesarias para transformar unas y abolir las otras. Pues decir que no puede haber sociedad sin relación de poder no quiere decir ni que las que existen sean necesarias, ni que, de todos modos, el «Poder» constituya, en el corazón de las sociedades, una fatalidad ineludible; sino que el análisis, la elaboración, la puesta en cuestión recurrente de las relaciones de poder, y del «agonismo» entre relaciones de poder e intransitividad de la libertad, son una tarea política incesante, e incluso que esa es la tarea política inherente a toda existencia social.
Concretamente, el análisis de las relaciones de poder exige que se establezca un cierto número de puntos:
a) El sistema de las diferenciaciones que permiten actuar sobre las acciones de los otros: diferencias jurídicas o tradicionales de posición y de privilegio; diferencias económicas en la apropiación de las riquezas y de los bienes, diferencias de lugar en los procesos de producción, diferencias lingüísticas o culturales, diferencias en el saber hacer y en las competencias, etc. Toda relación de poder pone en práctica diferencias que son para ella a la vez condiciones y efectos.
b) El tipo de objetivos perseguidos por los que actúan sobre la acción de los otros: mantenimiento de privilegios, acumulación de beneficios, puesta en práctica de autoridad estatutaria, ejercicio de una función o de un oficio.
c) Las modalidades instrumentales: según que el poder sea ejercido mediante la amenaza de las armas, por los efectos de la palabra, a través de las diferencias económicas, por mecanismos más o menos complejos de control, por sistemas de vigilancia, con o sin archivos, según reglas explícitas o no, permanentes o modificables, con o sin dispositivos materiales, etc.
d) Las formas de institucionalización: estas pueden mezclar disposiciones tradicionales, estructuras jurídicas, fenómenos de hábito o de moda (como se ve en las relaciones de poder que atraviesan la institución familiar); pueden también tomar el aspecto de un dispositivo cerrado sobre sí mismo con sus lugares específicos, sus reglamentos propios, sus estructuras jerárquicas cuidadosamente diseñadas, y una relativa autonomía funcional (como en las instituciones escolares o militares); pueden formar sistemas muy complejos dotados de aparatos múltiples, como en el caso del Estado, que tiene por función constituir la envoltura general, la instancia de control global, el principio de regulación y, en una cierta medida, también de distribución de todas las relaciones de poder en un conjunto social dado.
d) Los grados de racionalización: pues la puesta en juego de relaciones de poder como acción sobre un campo de posibilidad puede ser más o menos elaborada en función de la eficacia de los instrumentos y de la certeza del resultado (refinamientos tecnológicos mayores o menores en el ejercicio del poder) o incluso en función del coste eventual (se trate del coste económico de los medios puestos en práctica o el coste «de respuesta» constituido por las resistencias encontradas). El ejercicio del poder no es un hecho bruto, un dato institucional, o una estructura que se mantenga o se destruya; se elabora, se transforma, se organiza, se dota de procedimientos más o menos adecuados.
Se ve por qué el análisis de las relaciones de poder en una sociedad no puede reducirse al estudio de una serie de instituciones, ni siquiera al estudio de todas las que merecerían el nombre de «política». Las relaciones de poder enraízan en el conjunto de la red social. Esto no quiere decir, sin embargo, que haya un principio de Poder primero y fundamental que domine hasta el menor elemento de la sociedad, sino que, a partir de esta posibilidad de acción sobre la acción de los otros que es coextensiva a toda relación social, de las múltiples formas de disparidad individual, objetivos, instrumentaciones dadas sobre nosotros y sobre los otros, institucionalización más o menos sectorial o global, organización más o menos pensada, se definen las diferentes formas de poder. Las formas y los lugares de «gobierno» de los hombres unos por otros son múltiples en una sociedad; se superponen, se entrecruzan, se limitan y se anulan a veces, se refuerzan en otros casos. Que el Estado en las sociedades contemporáneas no es simplemente una de las formas o uno de los lugares —aunque fuese el más importante— sino que de una cierta manera todos los demás tipos de relación de poder se refieren a él, es un hecho cierto. Pero esto no es porque cada una se derive de él.
a) El sistema de las diferenciaciones que permiten actuar sobre las acciones de los otros: diferencias jurídicas o tradicionales de posición y de privilegio; diferencias económicas en la apropiación de las riquezas y de los bienes, diferencias de lugar en los procesos de producción, diferencias lingüísticas o culturales, diferencias en el saber hacer y en las competencias, etc. Toda relación de poder pone en práctica diferencias que son para ella a la vez condiciones y efectos.
b) El tipo de objetivos perseguidos por los que actúan sobre la acción de los otros: mantenimiento de privilegios, acumulación de beneficios, puesta en práctica de autoridad estatutaria, ejercicio de una función o de un oficio.
c) Las modalidades instrumentales: según que el poder sea ejercido mediante la amenaza de las armas, por los efectos de la palabra, a través de las diferencias económicas, por mecanismos más o menos complejos de control, por sistemas de vigilancia, con o sin archivos, según reglas explícitas o no, permanentes o modificables, con o sin dispositivos materiales, etc.
d) Las formas de institucionalización: estas pueden mezclar disposiciones tradicionales, estructuras jurídicas, fenómenos de hábito o de moda (como se ve en las relaciones de poder que atraviesan la institución familiar); pueden también tomar el aspecto de un dispositivo cerrado sobre sí mismo con sus lugares específicos, sus reglamentos propios, sus estructuras jerárquicas cuidadosamente diseñadas, y una relativa autonomía funcional (como en las instituciones escolares o militares); pueden formar sistemas muy complejos dotados de aparatos múltiples, como en el caso del Estado, que tiene por función constituir la envoltura general, la instancia de control global, el principio de regulación y, en una cierta medida, también de distribución de todas las relaciones de poder en un conjunto social dado.
d) Los grados de racionalización: pues la puesta en juego de relaciones de poder como acción sobre un campo de posibilidad puede ser más o menos elaborada en función de la eficacia de los instrumentos y de la certeza del resultado (refinamientos tecnológicos mayores o menores en el ejercicio del poder) o incluso en función del coste eventual (se trate del coste económico de los medios puestos en práctica o el coste «de respuesta» constituido por las resistencias encontradas). El ejercicio del poder no es un hecho bruto, un dato institucional, o una estructura que se mantenga o se destruya; se elabora, se transforma, se organiza, se dota de procedimientos más o menos adecuados.
Se ve por qué el análisis de las relaciones de poder en una sociedad no puede reducirse al estudio de una serie de instituciones, ni siquiera al estudio de todas las que merecerían el nombre de «política». Las relaciones de poder enraízan en el conjunto de la red social. Esto no quiere decir, sin embargo, que haya un principio de Poder primero y fundamental que domine hasta el menor elemento de la sociedad, sino que, a partir de esta posibilidad de acción sobre la acción de los otros que es coextensiva a toda relación social, de las múltiples formas de disparidad individual, objetivos, instrumentaciones dadas sobre nosotros y sobre los otros, institucionalización más o menos sectorial o global, organización más o menos pensada, se definen las diferentes formas de poder. Las formas y los lugares de «gobierno» de los hombres unos por otros son múltiples en una sociedad; se superponen, se entrecruzan, se limitan y se anulan a veces, se refuerzan en otros casos. Que el Estado en las sociedades contemporáneas no es simplemente una de las formas o uno de los lugares —aunque fuese el más importante— sino que de una cierta manera todos los demás tipos de relación de poder se refieren a él, es un hecho cierto. Pero esto no es porque cada una se derive de él.
Es más bien porque se ha producido una estatalización continua de las relaciones de poder (aunque no haya tomado la misma forma en el orden pedagógico, judicial, económico, familiar). En el sentido esta vez restringido de la palabra «gobierno», se podría decir que las relaciones de poder han sido progresivamente gubernamentalizadas [gouvernementalisées], es decir, elaboradas, racionalizadas y centralizadas en la forma o bajo la caución de las instituciones estatales.
4. Relaciones de poder y relaciones estratégicas
La palabra estrategia se emplea normalmente en tres sentidos. En primer lugar, para designar la elección de los medios empleados para llegar a un fin; se trata de la racionalidad puesta en práctica para lograr un objetivo. [En segundo lugar,] para designar la manera en la que un participante, en un juego dado, actúa en función de lo que piensa que será la acción de los otros, y de lo que considera que los otros pensarán que es la suya; en suma, la manera en que se intenta tener ventaja sobre el otro. Y finalmente, para designar el conjunto de los procedimientos utilizados en un enfrentamiento con el fin de privar al adversario de sus medios de combate y obligarle a renunciar a la lucha; se trata entonces de los medios destinados a obtener la victoria. Estos tres sentidos se reúnen en las situaciones de enfrentamiento — guerra o juego— donde el objetivo es actuar sobre un adversario de tal manera que la lucha sea para él imposible. La estrategia se define entonces por la elección de las soluciones «ganadoras». Pero hay que tener presente que se trata aquí de un tipo muy particular de situación, y que hay otras en las que es preciso mantener la distinción entre los diferentes sentidos de la palabra estrategia En el primer sentido indicado, se puede llamar «estrategia de poder» al conjunto de los medios puestos en práctica para hacer funcionar o para mantener un dispositivo de poder. Se puede también hablar de estrategia propia de las relaciones de poder en la medida en que estas constituyen modos de acción sobre la acción posible, eventual, supuesta, de otros. Se puede, pues, descifrar en términos de «estrategias» los mecanismos puestos en práctica en las relaciones de poder. Pero el punto más importante es, evidentemente, la relación entre relaciones de poder y estrategias de enfrentamiento. Pues si es verdad que en el corazón de las relaciones de poder y como condición permanente de su existencia hay una «insumisión» y libertades esencialmente renuentes, no hay relación de poder sin resistencia, sin escapatoria o huida, sin inversión eventual; toda relación de poder implica, pues, al menos de manera virtual, una estrategia de lucha, sin que, sin embargo, vengan a superponerse, a perder su especificidad y finalmente a confundirse. Constituyen una para otra una especie de límite permanente, de punto de inversión posible. Una relación de enfrentamiento encuentra su término, su momento final (y la victoria de uno de los dos adversarios) cuando el juego de las relaciones antagonistas viene a ser sustituido por los mecanismos estables por los que uno puede conducir de manera bastante constante y con suficiente certidumbre la conducta de los otros; para una relación de enfrentamiento, desde el momento en que ya no es de lucha a muerte, la fijación de una relación de poder constituye un punto de mira —a la vez su consumación y su propia puesta en suspenso. Y a la inversa, para una relación de poder, la estrategia de lucha constituye también ella una frontera: aquella en que la inducción calculada de las conductas en los otros ya no puede ir más allá de la réplica a su propia acción. Como no podría haber ahí relaciones de poder sin puntos de insumisión que por definición le escapan, toda intensificación, toda extensión de las relaciones de poder para someterlos no pueden sino conducir a los límites del ejercicio del poder; este encuentra, entonces, su tope ya en un tipo de acción que reduce al otro a la impotencia total (una «victoria» sobre el adversario sustituye al ejercicio del poder), ya en un cambio de aquellos
4. Relaciones de poder y relaciones estratégicas
La palabra estrategia se emplea normalmente en tres sentidos. En primer lugar, para designar la elección de los medios empleados para llegar a un fin; se trata de la racionalidad puesta en práctica para lograr un objetivo. [En segundo lugar,] para designar la manera en la que un participante, en un juego dado, actúa en función de lo que piensa que será la acción de los otros, y de lo que considera que los otros pensarán que es la suya; en suma, la manera en que se intenta tener ventaja sobre el otro. Y finalmente, para designar el conjunto de los procedimientos utilizados en un enfrentamiento con el fin de privar al adversario de sus medios de combate y obligarle a renunciar a la lucha; se trata entonces de los medios destinados a obtener la victoria. Estos tres sentidos se reúnen en las situaciones de enfrentamiento — guerra o juego— donde el objetivo es actuar sobre un adversario de tal manera que la lucha sea para él imposible. La estrategia se define entonces por la elección de las soluciones «ganadoras». Pero hay que tener presente que se trata aquí de un tipo muy particular de situación, y que hay otras en las que es preciso mantener la distinción entre los diferentes sentidos de la palabra estrategia En el primer sentido indicado, se puede llamar «estrategia de poder» al conjunto de los medios puestos en práctica para hacer funcionar o para mantener un dispositivo de poder. Se puede también hablar de estrategia propia de las relaciones de poder en la medida en que estas constituyen modos de acción sobre la acción posible, eventual, supuesta, de otros. Se puede, pues, descifrar en términos de «estrategias» los mecanismos puestos en práctica en las relaciones de poder. Pero el punto más importante es, evidentemente, la relación entre relaciones de poder y estrategias de enfrentamiento. Pues si es verdad que en el corazón de las relaciones de poder y como condición permanente de su existencia hay una «insumisión» y libertades esencialmente renuentes, no hay relación de poder sin resistencia, sin escapatoria o huida, sin inversión eventual; toda relación de poder implica, pues, al menos de manera virtual, una estrategia de lucha, sin que, sin embargo, vengan a superponerse, a perder su especificidad y finalmente a confundirse. Constituyen una para otra una especie de límite permanente, de punto de inversión posible. Una relación de enfrentamiento encuentra su término, su momento final (y la victoria de uno de los dos adversarios) cuando el juego de las relaciones antagonistas viene a ser sustituido por los mecanismos estables por los que uno puede conducir de manera bastante constante y con suficiente certidumbre la conducta de los otros; para una relación de enfrentamiento, desde el momento en que ya no es de lucha a muerte, la fijación de una relación de poder constituye un punto de mira —a la vez su consumación y su propia puesta en suspenso. Y a la inversa, para una relación de poder, la estrategia de lucha constituye también ella una frontera: aquella en que la inducción calculada de las conductas en los otros ya no puede ir más allá de la réplica a su propia acción. Como no podría haber ahí relaciones de poder sin puntos de insumisión que por definición le escapan, toda intensificación, toda extensión de las relaciones de poder para someterlos no pueden sino conducir a los límites del ejercicio del poder; este encuentra, entonces, su tope ya en un tipo de acción que reduce al otro a la impotencia total (una «victoria» sobre el adversario sustituye al ejercicio del poder), ya en un cambio de aquellos